3/2/12

Erase que fue una vez un niño caminando por las nocturnas calles de Madrid. Travesías oscuras, esquinas silenciosas y sintechos en duermevela. Avanzaba el muchacho mirada impenetrable, como le enseñó su padre el dolor, su madre la vida; sin miedo no hay pérdida posible.

En un cruce la luna desde su lecho de estrellas, arropada por las nubes, desafía al chico.
Cuenta el niño hasta diez, la luna se esconde. Trepa cableados y tuberías del edificio hasta el océano naranja de tejas y antenas, donde los gatos navegan humos nocturnos. Allá arriba encuentra su luna particular, hecha tan sólo para él, la noche le promete paz eterna.

La luna perdió aquella apuesta. Entregó cansada las llaves de la felicidad suprema a nuestro infantil espíritu puro: "el Karma hay que trabajárselo a pulso pequeño."

Y el niño, bañado por la plateada sabiduría milenaria, comprendió la verdad, la que no cabe en palabras; y admiró durante toda su vida la extensión del Universo entero sin buscar en él complicaciones inexistentes.

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